miércoles, 13 de julio de 2011

Tres colores (II)

Como contraste a su predecesora, pero también a la que cerraría el ciclo, Trois couleurs: Blanc (Tres colores: Blanco, 1994)  ofrece una atmósfera menos opresiva y una historia quizá más común en su planteamiento pero desde luego no en su desarrollo. Se trata de una venganza en el terreno del desamor con un protagonista masculino en este caso, Zbigniew Zamachowski, una suerte de Conde de Montecristo en versión polaca que debe huir de un país donde reina el oprobio y la humillación contra él, Francia, volver a casa para luego renacer de sus cenizas y consumar su revancha. El contrapunto a esta ira contenida, ese rencor disfrazado de amor, lo ejerce su mujer, una Julie Delpy disfrazada asimismo de ángel inmaculado y furibundo por no ver complacidos sus deseos sexuales. Una historia de impotencia ante el amor y las responsabilidades conyugales, con un personaje secundario que se apropia de la dimensión existencial del film mostrando su desapego a la vida y falta de coraje para acabar con ella.


Otras diferencia en cuanto al hilo argumental es la aparición de cierto mensaje político con el modo en que el protagonista Karol pasa a ser un empresario de éxito en un cortísimo periodo de tiempo, todo enmarcado en una Polonia que acaba de salir de la órbita comunista tras la Guerra Fría y llena de truhanes vividores. Quizá una puya del realizador después de décadas trabajando bajo férreo control gubernamental en la televisión de su país, aún sutil y elegante, aunque con algo de fantasía y una evidente falta de profundidad. La fábula capitalista comienza con dos francos como todo legado de la fallida experiencia en el extranjero para acabar con un imperio económico que está por encima de la vida y la muerte.

En cuestiones meramente estéticas, y a pesar del notable tono pálido de todo el metraje, también se aprecia una menor preponderancia del color blanco, presente eso sí de forma abrumadora en la escena nupcial de ensueño que obnubila la psique de Karol. En las antípodas de tan celestiales momentos se encuentra la tosca y controvertida metáfora visual del orgasmo femenino, que de hecho ha sido eliminada en varias versiones de la cinta. La música pasa también a un segundo plano, apareciendo únicamente hacia el final y en dosis mucho más reducidas. En contraste con los compositores protagonistas de Azul, Karol intenta sacar algunas monedas en sus momentos más bajos interpretando una vieja canción polaca con una de sus escasas posesiones, un peine.

Habitualmente se considera esta parte intermedia como la más floja de la trilogía, en gran medida porque se podría haber aprovechado algo más la aportación de Delpy en el filme. Este cambio de roles principales (la mujer pasa a ser la antagonista) no se ajusta al perfil generalmente adjudicado a Kieslowski como realizador cuya óptica femenina es predominante. Y aunque pueda parecer así en sus últimas producciones, sería una visión bastante simplista que no encaja siquiera con títulos anteriores donde encontramos historias desoladoras sobre hombres confusos y atormentados. Aunque si bien Blanco carece del magnetismo que aportan los extremos de la bandera, es la menos condescendiente con el espectador del proyecto, la culminación y máxima expresión de la vertiente polaca de su director.


José Miguel Moreno

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