lunes, 11 de julio de 2011

Tres colores (I)

Cuando se habla de genios del séptimo arte, es siempre complicado simplificar. No se puede explicar una filmografía brillante en una película. Ni en tres, ni a veces en diez. Sin embargo, con la de Krzysztof Kieslowski tendríamos la oportunidad de resumir sus dotes en esos mismos grupos, ya que el propio director polaco agrupó sus últimas creaciones de esta forma. De hecho, fueron éstas las que le dieron relevancia internacional; primero con Dekalog (El Decálogo, 1989/1990), una serie de mediometrajes realizados para la televisión polaca que traspasó fronteras y le dio un reconocimiento acorde a su larga trayectoria en el medio de su país natal. Luego, tras la transición que supuso La double vie de Vérónique (La doble vida de Verónica, 1991), Kieslowski entregó al gran público una trilogía basada en los colores de la bandera de Francia, la nación que acogió el final de su carrera fílmica. Por desgracia, éste acabaría siendo su testamento cinematográfico.

La estructura es tan simple como asignar un color a cada película, aplicando una preeminencia especial del mismo en ellas. A través de esta peculiaridad estética, se enlazan varios temas relacionados sobre todo con las necesidades afectivas que experimentamos en las sociedades urbanas actuales. Porque a pesar de estar encuadrada en el París de principios de los años noventa, esta trilogía traspasa fronteras, también temporales. Muy fácilmente podremos identificar las inquietudes que los personajes muestran con nuestras propias experiencias o las de aquellos que nos rodean. Son precisamente los personajes principales quienes toman las riendas de la historia de forma visceral, hundiéndonos en el universo de sensaciones que la excelsa fotografía y los tonos de cada film no hacen más que apuntalar. Y aunque todo parezca girar en torno a los roles femeninos, hay mucha más madera que cortar.
Donde se aprecia con mayor fuerza esa tónica es en el título que abre la trilogía Trois couleurs: Bleu (Tres colores: Azul, 1993), donde la figura de Juliette Binoche refulge sin apenas nada que le haga sombra, ni siquiera la espectacular ambientación, que hace honor como ninguna al color que le da nombre. Un azul oscuro a veces, reluciente otras, que envuelve el dolor y los escasos rayos de esperanza para una mujer que acaba de perder a su marido, un importante compositor, y su hija en un accidente. Incapaz de sobreponerse a la tragedia ni de ajustarse a una nueva vida sin sus seres queridos, intentará destruir todo lo concerniente a un mundo que ya no le pertenece: casa, criados, recuerdos y, sobre todo y ante todo, el trabajo de una vida dedicada a la música; sólo conservará una lámpara de perlas azules, un único vínculo que la reconforte en su penitencia. Sin embargo, la realidad es tozuda y se empeña en demostrarle que ni siquiera desdichas como la suya entorpecen la marcha del tiempo, que las cosas no son siempre como parecen, y ni mucho menos las personas. Tras descubrir la vida secreta de su marido, retomará un camino de redención, un camino a la paz consigo misma. Este proceso se reflejará en una importante obra musical inacabada que finalmente se decide a concluir. La totalidad del film va guiado por los acordes de esta imperial composición, dotándolo de una energía a la altura de su fuerte carga emocional, entremezclándose con la historia y su desenlace. Paralelamente al estado de ánimo de la inconsolable viuda, va yendo de intrincadas conjugaciones instrumentales a la simpleza de la melodía de una flauta, hasta que todo parece volver a tener sentido.
 

Siendo sin duda la más aclamada de entre la trilogía, esta primera parte ofrece los momentos de mayor inspiración, con imágenes que pasan a formar parte de la iconografía del cine europeo de finales del siglo pasado.


José Miguel Moreno

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